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Fan-fic de Gran Hotel// Capítulo 13 (FINAL)// La verdad al ...
Fan-fic de Gran Hotel// Capítulo 13 (FINAL)// La verdad al fin
El origen de la ambición
Doña Teresa Aldecoa viuda de Alarcón, dueña del Gran Hotel. Ese nombre es muy conocido en todo el país, ya que por increíble que parezca, es una mujer que ha conseguido eclipsar a muchos empresarios y aristócratas. Su mano de hierro con guante de seda, junto a su ambición que no se detiene ni en la cima de la grandeza han sido lo que la han ayudado a convertir el Gran Hotel de Cantaloa en lo que es desde que falleciera el patriarca de los Alarcón hace ya casi dos años, el mejor hotel de toda España. Pero ¿quién es realmente doña Teresa? O mejor dicho, ¿quién fue y cómo llego a convertirse en la recia mujer que hoy es?
Doña Teresa Aldecoa viuda de Alarcón, dueña del Gran Hotel. Ese nombre es muy conocido en todo el país, ya que por increíble que parezca, es una mujer que ha conseguido eclipsar a muchos empresarios y aristócratas. Su mano de hierro con guante de seda, junto a su ambición que no se detiene ni en la cima de la grandeza han sido lo que la han ayudado a convertir el Gran Hotel de Cantaloa en lo que es desde que falleciera el patriarca de los Alarcón hace ya casi dos años, el mejor hotel de toda España. Pero ¿quién es realmente doña Teresa? O mejor dicho, ¿quién fue y cómo llego a convertirse en la recia mujer que hoy es?
CAPÍTULO 1
Un suceso inesperado
Gran Hotel, Cantaloa. Enero de 1907
Bajaba a toda prisa por las escaleras, convencida de que algo espantoso y horrible iba a ocurrir de un momento a otro. Si algo no le fallaba nunca era su intuición. Llegó al descansillo del segundo piso justo cuando se apagaron las luces, quedando todo el hotel sumido en la oscuridad. No lo dudó, atusó la falda roja del vestido y corrió, bajando los escalones de dos en dos y de tres en tres. Por fin atisbó la luz al llegar al vestíbulo y ver a todos los huéspedes dando la cuenta atrás para el año nuevo en el gran salón presidido por el canalla de Diego.
-No tardarás en caerte del pedestal –pensó doña Teresa, aunque ahora no tenía tiempo para su yerno.
Buscó nerviosa cualquier pista, cualquier indicio que le previniera de lo que iba a suceder. Se mezcló entre la multitud, y entre los números creyó oír la voz de su hija Alicia llamando a alguien… El reloj marcó las doce y el cartel que colgaba bajo Diego en el balcón se iluminó durante una fracción de segundo y súbitamente se oyó una fuerte detonación, seguida del haz de luz de una explosión, mezclada con los gritos de los presentes. Casi de modo instintivo, doña Teresa se cubrió la cara con los brazos adoptando una posición fetal, cayendo al suelo en medio de la inmensa nube de polvo al ser derribada por un invitado con menos suerte que ella…
Abrió los ojos lentamente. No le había asustado la pesadilla, pues últimamente la temática de sus sueños era siempre la explosión de Nochevieja. Vio la noche oscura con una débil luna creciente. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana, parecía que al final lo había perdido todo como decía Lady, pero doña Teresa no conoce la rendición, al menos ahora. Para poseer el Gran Hotel tuvo que renunciar a su vida, y por eso no se iba a quedar de brazos cruzados e iba a dejar que Diego se quedara con el hotel. Por eso le urgía tanto la boda de Javier con Laura. Sonrió al pensar en ellos, era consciente de que se amaban y quería de corazón que Javier fuese feliz, siempre fue el niño de sus ojos por lo que se parecía al difunto abuelo de doña Teresa. Fue hacia la estantería de la antecámara y cogió un libro de tamaño considerable de la estantería. Lo abrió por la primera página y vio una gran foto. Una niña con cara de asustada la miraba con unos ojos muy abiertos y el puño en la boca, no tenía más que ocho años. A su lado y sentado en una silla había un hombre delgado de facciones finas y afiladas con el pelo lacio un poco despeinado. Sonreía cordialmente mientras que con una mano sujetaba el hombro de la pequeña y con la otra una pipa. Leyó el pie de foto: «Javier y Teresa. 1860».
Alcolea, 13 de abril de 1858
Una niña alegre y revoltosa salta sobre la cama, mientras que una mujer, criada sin lugar a dudas, intenta en vano que desista en su travesura.
-Teresa para de una vez por favor.
-No, ven y salta conmigo nana.
-Demonio de niña, ¿acaso quieres que llegue tu padre y no estés en la fiesta para darle la sorpresa?
Conforme la niña pensaba descendían los saltos, hasta que se detuvo y su nana tuvo la oportunidad de vestirla.
Amaltrudis era la niñera de la casa, cargo que ocupaba desde que seis años antes nacieran los señoritos. Fue la que asistió en el parto a doña Margarita, y fue la primera en sorprenderse de que vinieran dos niños. Primero salió Teresa y después su hermano Víctor. Al ser de la misma edad que la señora y tener ese carácter tan maternal, se resolvió que se encargara de los pequeños.
Vestía con dificultad a Teresita ya que la niña no paraba quieta.
-No me gustan estos vestidos tan pesados nana, mira que faldas –dijo tirándose de los bajos- no puedo andar si quiera.
-Pues espera y verás cuando crezcas.
Finalmente quedó hecha una muñequita, no solo por la apariencia, sino porque con ese vestido rosa tan vaporoso la niña no podía siquiera moverse.
Teresa era una niña de cara alegre, siempre con una sonrisa en sus labios. A sus seis años daba avisos de ser una descarada a la que las clases sociales le importan poco, siempre estaba correteando descalza por los jardines, con la rizada melena suelta y junto a su hermano Víctor al que arrastra en todo tipo de travesuras que luego la nana Amaltrudis tiene que excusar.
Se dirigieron al salón donde esperaban los invitados. Era el cumpleaños de don Felipe Aldecoa, y su esposa doña Margarita le había preparado una fiesta sorpresa. Había acudido toda la gente importante de la comarca y alrededores, incluso el gobernador civil, ya que don Felipe era el director de la Banca Santillana, la más importante de Castilla la Vieja y una de las más reputadas del reino, con sucursales hasta en Sudamérica. Fue fundada por su abuelo materno don Ernesto Santillana hace ya cincuenta años. El inacabable patrimonio de los Aldecoa-Santillana se unió al del conde de Vaindenburger. La hija de éste, Catarina Vaindenburger se casó con Eusebio Gormaz, de esa unión nació Margarita que a raíz de un acuerdo entre las dos familias se casó con el afamado banquero.
Tenían tanto dinero que usaban cualquier pretexto para mostrar su poderío sobre los demás, y esa fiesta era un claro ejemplo. Allí estaba doña Margarita, descansando en un sillón ya que su embarazo está muy avanzado y no puede hacer grandes esfuerzos. A su lado el pequeño Víctor, que no pudo nacer más diferente a su hermana, ella era morena de ojos marrones y él rubio de ojos verdes y profundos. Apenas acababa de sentarse Teresa junto a su hermano cuando llegó Carmelo, uno de los cajeros del banco. Muy nervioso con la ropa mal colocada y una mirada de terror que no auguraban nada bueno.
Doña Margarita se levantó y se acercó a él.
-Se-señora.
-¿Qué ha ocurrido? ¿Y mi marido?
-Lo siento mucho señora…
Todos los invitados mantuvieron el silencio, atentos a los interlocutores como si viesen una obra de teatro.
-Unos bandoleros asaltaron el banco y…
El rostro de doña Margarita se desencajaba.
-Y han matado a su marido.
Justo en ese momento la señora profirió un grito desgarrador, no porque su marido hubiese muerto, sino porque paradójicamente, la criatura se acercaba e iba a nacer en ese mismo momento.
Una niña alegre y revoltosa salta sobre la cama, mientras que una mujer, criada sin lugar a dudas, intenta en vano que desista en su travesura.
-Teresa para de una vez por favor.
-No, ven y salta conmigo nana.
-Demonio de niña, ¿acaso quieres que llegue tu padre y no estés en la fiesta para darle la sorpresa?
Conforme la niña pensaba descendían los saltos, hasta que se detuvo y su nana tuvo la oportunidad de vestirla.
Amaltrudis era la niñera de la casa, cargo que ocupaba desde que seis años antes nacieran los señoritos. Fue la que asistió en el parto a doña Margarita, y fue la primera en sorprenderse de que vinieran dos niños. Primero salió Teresa y después su hermano Víctor. Al ser de la misma edad que la señora y tener ese carácter tan maternal, se resolvió que se encargara de los pequeños.
Vestía con dificultad a Teresita ya que la niña no paraba quieta.
-No me gustan estos vestidos tan pesados nana, mira que faldas –dijo tirándose de los bajos- no puedo andar si quiera.
-Pues espera y verás cuando crezcas.
Finalmente quedó hecha una muñequita, no solo por la apariencia, sino porque con ese vestido rosa tan vaporoso la niña no podía siquiera moverse.
Teresa era una niña de cara alegre, siempre con una sonrisa en sus labios. A sus seis años daba avisos de ser una descarada a la que las clases sociales le importan poco, siempre estaba correteando descalza por los jardines, con la rizada melena suelta y junto a su hermano Víctor al que arrastra en todo tipo de travesuras que luego la nana Amaltrudis tiene que excusar.
Se dirigieron al salón donde esperaban los invitados. Era el cumpleaños de don Felipe Aldecoa, y su esposa doña Margarita le había preparado una fiesta sorpresa. Había acudido toda la gente importante de la comarca y alrededores, incluso el gobernador civil, ya que don Felipe era el director de la Banca Santillana, la más importante de Castilla la Vieja y una de las más reputadas del reino, con sucursales hasta en Sudamérica. Fue fundada por su abuelo materno don Ernesto Santillana hace ya cincuenta años. El inacabable patrimonio de los Aldecoa-Santillana se unió al del conde de Vaindenburger. La hija de éste, Catarina Vaindenburger se casó con Eusebio Gormaz, de esa unión nació Margarita que a raíz de un acuerdo entre las dos familias se casó con el afamado banquero.
Tenían tanto dinero que usaban cualquier pretexto para mostrar su poderío sobre los demás, y esa fiesta era un claro ejemplo. Allí estaba doña Margarita, descansando en un sillón ya que su embarazo está muy avanzado y no puede hacer grandes esfuerzos. A su lado el pequeño Víctor, que no pudo nacer más diferente a su hermana, ella era morena de ojos marrones y él rubio de ojos verdes y profundos. Apenas acababa de sentarse Teresa junto a su hermano cuando llegó Carmelo, uno de los cajeros del banco. Muy nervioso con la ropa mal colocada y una mirada de terror que no auguraban nada bueno.
Doña Margarita se levantó y se acercó a él.
-Se-señora.
-¿Qué ha ocurrido? ¿Y mi marido?
-Lo siento mucho señora…
Todos los invitados mantuvieron el silencio, atentos a los interlocutores como si viesen una obra de teatro.
-Unos bandoleros asaltaron el banco y…
El rostro de doña Margarita se desencajaba.
-Y han matado a su marido.
Justo en ese momento la señora profirió un grito desgarrador, no porque su marido hubiese muerto, sino porque paradójicamente, la criatura se acercaba e iba a nacer en ese mismo momento.
Capítulo 2
El chico misterioso
Alcolea, 2 de julio de 1868[/b]
Alcolea era un pueblo rural en todo punto, pero aunque estuviese aislado en la vieja Castilla también se presentía el cambio y se respiraban aires revolucionarios. Claro que para una niña en plena adolescencia como Teresa no existe la política, ni la crisis ni nada que no sea su mundo. Esa mañana y obviando las advertencias de la nana había salido al bosque, vestida como siempre con mucha sencillez, odiaba los polisones, miriñaques y corsés, aunque tenía que soportar éste último. Llevaba una blusa blanca muy fresca que la ayudaba a soportar las altas temperaturas de aquel seco verano, con una falda verde botella. Caminaba por un sendero que conducía al río, tarareando y mirando a su alrededor con la esperanza de ver algo interesante, y ese algo le vino de frente.
Un apuesto muchacho de su misma edad, de piel bronceada y hermosos ojos marrones que recordaban al chocolate. Su cabello era negro y estaba despeinado de una forma muy atractiva y llevaba una camisa blanca sugerentemente desabrochada que dejaba entrever unos abdominales bien definidos.
Para él, Teresa tampoco pasó desapercibida. Le pareció una muchacha guapa, de esa a la que algunos su belleza le puede resultar insulsa y a otros serena. Rezumaba elegancia a pesar de parecer una labriega, pero si hubo algo que le llamó la atención fue la sonrisa limpia de la joven, que desapareció cuando se cruzaron.
Ambos se miraron de reojo, pero nada más. El chico dejó tras de sí un olor, un olor que Teresa nunca olvidaría…
Bajó hasta el río y tras quedarse en enaguas y corsé se metió al agua. Era un placer refrescarse allí, y muy a su pesar, hasta en paños menores contaba con una elegancia desmedida. Cerca, tras unos arbustos, el chico misterioso la observa con avidez. Debatiéndose entre lo angelical y lo arrogante. Cuando Teresa ya se disponía a marcharse el joven decidió dejarse ver saliendo de su escondite.
-Buenos días –le dijo sonriendo.
-Buenos días –respondió ella sorprendentemente hosca, sin siquiera apartar la vista del suelo.
-Los buenos días ya me los has dado con tu presencia.
-¿Perdona?
-Verás, antes te he estado observando, pero no reuní suficiente valor para enfrentarme a la náyade de éste bosque, le pedí a Dios el coraje y ya ves.
Teresa lo miró despectiva.
Mira zalamero, no me des jabón porque esos truquitos de seducción baratos te servirán con otras, pero conmigo no. –Le dio la espalda dispuesta a marcharse-, todos los hombres sois iguales, queréis desahogaros en un vientre caliente y luego desaparecéis.
El muchacho se quedó callado.
-Lo ves, he dado en el clavo, así que hazte un favor y deja de perder el tiempo.
Él no se dio por vencido, y tras vacilar un momento corrió y se puso delante de ella.
-Pero yo no soy de esos.
Teresa arqueó las cejas. –Has tardado demasiado en contestar para resultar creíble.
-¿Acaso no soy lo suficiente para ti?
La joven se sorprendió mucho con esa pregunta
–Dios santo, ¡ni Narciso era tan vanidoso! –Le espetó, aunque él pareciera contento con la comparación-. Necesitas a alguien te baje el ego, no había conocido a nadie tan arrogante.
-Pues los hay, mira los ingleses, el pronombre de primera persona siempre se escribe en mayúscula, si eso no te parece arrogante.
Teresa puso los ojos en blanco.
-Además, ¿vas a ser tú la que me baje los humos? –Le preguntó divertido.
Teresa le propinó una bofetada. –Ea, ya te vas calentito.
Aún sonriendo le dijo a la muchacha, -si tuviera tiempo, acabaría conquistándote.
-Ni aunque te diera clases don Juan Tenorio ególatra engreído –le espetó ya dispuesta a marcharse.
Pero él la agarró del brazo y la atrajo hacia sí.
-Ojalá te hubiera encontrado antes, porque… -Teresa lo interrumpió.
-Porque nada, por favor, cuánto daño han hecho los folletines y las novelas románticas. Déjame marchar ya.
-Antes dime tu nombre, para que así pueda pensar en ti, y meterte en mis oraciones.
Teresa rio por primera vez. -¿Oraciones? Ni que fueras un cura.
-Dímelo te lo ruego –insistió él casi en un susurro. Un susurro seductor que hizo suspirar a la chica.
Ella lo trataba con frialdad, y aunque el chico sabía por qué, no resistió la tentación de confundirla un poco. Además jugaba con ventaja. Alzó la mano y le acarició la mejilla con suavidad.
-Anda, dímelo.
Teresa lo miró a los ojos, vio ternura pero también malicia.
-No –contestó con rotundidad.
Él ladeo la cabeza y siguió mirándola.
-Me romperás el corazón si te vas y no me lo dices.
-Lo siento -dijo zafándose de él disponiéndose para marcharse.
-Te echaré de menos –le dijo él.
A Teresa el orgullo le impedía hablar con él, sobre todo a vista de que al chico le divertía la situación. Sobre todo al pensar que el muy descarado la había estado observando en su baño.
-Vete al infierno –gruñó ella.
-Los sentimientos son parte de la vida, no nacen dentro de ti para que los encierres bajo siete llaves. Te lo digo por tu bien.
Teresa se paró en seco, le iba a decir algo, pero se lo pensó.
-¿¡Quieres saber el mío!? –Le gritó cuando los separaban unos metros.
La muchacha detuvo su regreso y se giró para mirarlo por última vez. Se fijó en su atuendo, demasiado humilde para alguien con tantos humos, si casi parecía un campesino. Pero sus manos eran delicadas y limpias como para ser un jornalero. Y su vocabulario le daba cuna, así que eso despistó a Teresa que se preguntaba quién podría ser el forastero.
-Me llamo Hugo –le dijo con una sonrisa de suficiencia
Capítulo 3
Por ser mujer
Alcolea, se mismo día
La hacienda de los Aldecoa era sencillamente increíble. Contaba con varias centurias a sus espaldas, y su estilo recordaba a los antiguos ranchos de la vieja Italia, con blancas paredes y tejados de terracota. La muerte de don Felipe diez años atrás no supuso ningún revés para la economía familiar, si es cierto que tanto Teresa como Víctor echaban de menos a su padre, pero en cuanto a cuestiones monetarias no se podían quejar. Doña Margarita, que desde entonces siempre vestía de riguroso luto, se encargaba ahora de la dirección del banco. Algo insólito pero al fin y al cabo ella era una burguesa en toda regla, una mujer emprendedora con un afinado olfato empresarial. Su hija menor, la pequeña María, es la viva imagen de su difunto. Pero a pesar de haber heredado el físico de su padre, en cuanto a carácter es idéntica a su madre, todo lo contrario que sus hermanos. Víctor es un chico algo más tranquilo que su hermana, se podría decir que el punto intermedio entre el terremoto que es Teresa y la señorita que es María. Con la misma edad que la primera, Víctor es un apuesto chico de cabello rubio y rizado siempre bien peinado, con grandes ojos verdes y labios carnosos. Se había marchado de vacaciones con su tía Cornelia a Londres, ya que detestaba el calor de las sierras españolas.
Por eso a Teresa le extrañó ver a un joven con los mismos rasgos que su hermano. Éste salió de la finca y antes de subir a la calesa se tocó el ala del sombrero para saludar a Teresa.
Confusa la chica fue a preguntar a su madre, que nada más verla entrar en la biblioteca se acercó a cruzarle la cara.
-No quiero que vuelvas a hacerme esperar.
-Lo siento madre, estaba dando un paseo.
-Pues disfruta esos paseos porque dentro de poco tendrás que pedir permiso hasta para elegir guantes –le contestó su madre mientras analizaba el singular vestuario de Teresa-. Pobrecita –continuó-, haber nacido mujer. Cuando cases perderás tu libertad, como me pasó a mí, a tu abuela y a todas las mujeres desde que el mundo es mundo. Vivirás para obedecer, servir y parir.
-Sus palabras no me provocan muchos ánimos.
Doña Margarita le arreó otro bofetón.
-Una salida de tono más y te juro que saco el cinturón de tu padre.
-Lo siento madre.
La viuda se sentó en el sofá que había bajo la ventana e invitó a su hija a que la acompañase.
-Hemos tenido visita.
-¿Un joven rubio?
Margarita se sorprendió.
-¿No me digas que lo has visto?
-De lejos.
-Menos mal, llega a verte con esas fachas y no me lo quiero ni imaginar. Por favor Teresa haz el favor de vestirte acorde a tu clase, así pareces una rabiza.
-El hábito no hace al monje madre.
-Pero ayuda a diferenciar, cualquiera te tomaría por una criada.
Teresa miró a la doncella que servía limonada a su madre. Ésta bebió y se dispuso a cargar su furia con la pobre sirvienta.
-Benigna haz el favor –iba endureciendo el tono a cada palabra- de llevarte esto que más que un refrigerio parece que ha salido del vientre de un animal, pero claro como tu estarás acostumbrada a beber agua tibia de los charcos en ese establo venido a más al que llamas casa...
-Madre es suficiente, hace calor y… -Teresa entendió que era mejor callar.
Una vez Benigna se fue su madre continuó.
-Ese joven al que has visto era el señorito don Darío marqués de Viñuela.
-¿El hermano de Elisa, la prometida del futuro marqués de Vergara?
-Así es, y está dispuesto a pedir tu mano.
-Pero madre, yo no quiero casarme aun y menos con un desconocido, yo quiero amor.
-Déjame terminar.
Teresa la miró suplicante pero su madre era dura como el granito y nunca daba su brazo a torcer.
-A pesar de que el título de marquesa de Viñuela es tentador creo que no es lo mejor. Puede que Elisa vaya a salir ganando con el de Vergara, no lo sé, pero España está en un momento muy delicado y la verdad creo que la vida de la nobleza está en sus últimos momentos.
-¿Qué quiere decir?
-Que prefiero que te cases con alguien que tenga un buen negocio que nos asegure un futuro, eso fue lo que hice yo con tu padre y mira lo bien que nos va.
Teresa pensó que ese “bien” tenía muchas interpretaciones, porque aunque tuvieran una fortuna inacabable, era huérfana de padre.
-¿Recuerdas aquel maravilloso hotel que descubrimos precisamente por consejo de Elisa el verano que no pudimos ir a Sintra?
-El Gran Hotel de Cantaloa ¿no?
-He escrito unas cartas con doña Consuelo de Alarcón y hemos decidido que te casarás con su hijo Ricardo.
-No madre no, yo no quiero casarme con un desconocido.
-Dentro de unos meses partiremos al hotel, mientras tanto he dado orden a Amaltrudis para que te convierta en una señorita –siguió ella, ignorando a su hija.
-No me pienso casar madre, nunca me casaré con alguien que usted me imponga y eso se lo juro por el alma de padre.
Y dicho eso se marchó a paso decidido y dando un portazo en las puertas correderas.
Corrió a su cuarto a llorar, ella quería seguir su propio destino, decidir que quería hacer en la vida, no casarse con un desconocido. Se lo imaginó, gordo, vago y todo el día bebiendo…
Al cabo de un rato de maldiciones y autocompasiones se acordó del joven arrogante del río. Su actitud vanidosa le había atraído, aunque ante él había demostrado lo contrario. Quería volver a verlo, a olerlo, a escuchar su voz, que en alguien con menos carisma podría resultar pomposa y con aptitudes de sabelotodo. Ese chico misterioso, Hugo, había despertado algo en ella, algo que sentía por primera vez.
Capítulo 4
La rutina interrumpida
Alcolea, 28 de marzo de 1869[/b]
Habían pasado ocho meses desde que doña Margarita informase a Teresa del futuro compromiso con Ricardo Alarcón, hijo de don Fernando y doña Consuelo, los dueños del Gran Hotel de Cantaloa. Desde entonces y en contra de su voluntad, la viuda de Aldecoa y la nana Amaltrudis habían adoctrinado a la joven Teresa para que se convirtiera en una señorita, aunque ni la institutriz que trajeron de la capital consiguió que dejase de ser una niña disfrazada de mujer. La propia doña Margarita obligaba a su hija a introducir pañuelos en el corsé para que pareciese que tuviese más atributos.
La pequeña María estaba algo celosa, su madre gastaba una fortuna en vestidos, corsés, miriñaques, enaguas, tocados, sombreros estrafalarios, mantillas, polisones, aderezos cordobeses, sombreros de piconera, mostacillas, guantes, peinetas, joyas varias, broches y un largo etcétera de complementos que Teresa se veía obligada a llevar. Estaba obligada a pasear por el pueblo todos los días, ya fuese con la nana, con el cura o con la institutriz, para que todos la viesen. Se sentía como una mona de circo a la que el malvado buhonero exhibe para ganar unos duros.
Aparte de mejorar su aspecto físico con pomposos vestidos, camisas de ensueño repletas de volantes y largas faldas vaporosas, también le hacían complicados recogidos. Aunque ella siempre dejaba un par de rizos sueños a modo de flequillo, como decía la nana “la hacían más coqueta”. Aunque era fácil vestir a la joven muchacha porque a pesar de no querer ser una señorita tenía una elegancia natural que ya habría querido Isabel II la antigua reina que había partido al exilio tras la revolución del 68, que para doña Margarita no tenía nada de gloriosa…
Pero ni su madre ni la institutriz se detuvieron en la imagen, también le dieron clases intensivas con don Zaqueo, un maestro venido desde Madrid recomendado por la siesa de la institutriz. Aunque era un hombre amable y paciente, además de joven y guapo, había recibido órdenes de castigar la displicencia de Teresa, orden que él cumplía según le venía en gana. Así la joven aprendió el inglés, el francés, el alemán, el italiano y el latín. Amén de la aritmética, la historia y la geografía y un poco de anatomía. Algo que sobre lo que nunca le adoctrinó el maestro era el catecismo. Eso quedaba para sus confesiones semanales con el padre Críspulo, aunque ese hombre no le inspiraba ninguna confianza, su madre se había empeñado en que una buena esposa debe llegar al matrimonio libre de pecado y penitencia. Don Zaqueo decía que no había nada más banal que ir a misa. «Se oye lo mismo a los ocho años que a los ochenta» solía decirle a Teresa en confianza.
Pero si hubo algo en lo que nunca destacó Teresa fue en el campo de las artes. Ni la pintura ni la música. Le compraron lienzos y solo fueron malgastados. Le dieron clases de piano y fueron perder el tiempo. De violín, viola, flauta, oboe… Y nada de nada.
Sin embargo, aunque se esmeraran en mejorarla por fuera, por dentro Teresa se sentía terriblemente desgraciada. La privarían de su libertad y estaría atada a un hombre que no amaba de por vida. Había anhelado durante esos meses un reencuentro con Hugo, pero sus peticiones caían en saco roto, porque desde aquel refrescante y a la vez acalorado encuentro en el río no lo había vuelto a ver.
Ahora estaba allí, en su cuarto. Una bonita y gran estancia invadida por el color miel y por el blanco. Una bonita cama individual de dosel se encontraba tras ella, que se miraba en el espejo de pie que estaba delante de un gran ventanal, junto a un escritorio con varias cartas de Ricardo en su interior. Lo cierto es que algunas eran bonitas y demostraban proveer de una persona sensible, pero aun así Teresa se mostraba reticente. Llevaba un vestido color crema, como la habitación. Una especie de traje sastre sobre una blusa blanca con un amplio volante que sobresalía de la parte superior. Un amplio polisón abultaba sus cuartos traseros y unos guantes de encaje cubrían sus delicadas manos que sujetaban un parasol. Se puso el tocado, un gran sombrero blanco con grandes plumas en colores beige y marrón, a juego con el drapeado de la chaqueta y la falda. Lo cierto es que se veía excesivamente sobrecargada, apenas podía moverse, pero era necesario, pues ese día había ido a la hacienda un fotógrafo amigo de la familia, un pionero en eso de inmortalizar escenas. La foto que le harían a Teresa sería enviada a Ricardo al Gran Hotel. Allí los Alarcón harían lo mismo con su hijo.
Teresa bajó al jardín. Era una calurosa mañana de una primavera que se antojaba tan seca como el anterior año. Había habido muchas sequías y los cultivos se habían secado. Los Aldecoa habían sufrido también su crisis, pues aparte de la Banca Santillana también tienen unas afamadas viñas en Alcolea.
Su madre, su hermana y su abuelo Javier estaban junto al fotógrafo y el extraño artilugio que captaba las imágenes. De pequeña a Teresa le daban miedo, y más desde que su abuelo le dijese que atrapaban el alma de las personas. Aunque ahora esos miedos no eran más que un entrañable, o ridículo según se mire, recuerdo de la infancia.
Obedeció al fotógrafo y a su madre en la sesión de fotos que se alargó más de lo esperado. Después almorzaron el mismo jardín donde convidaron al fotógrafo. Teresa se había quitado los guantes y el sombrero, estaba mucho más cómoda y fresca sentada a la mesa bajo la sombre del olmo, disfrutando de una macedonia y una buena naranjada. Se relajaba abanicándose mientras oía el tranquilizador canto de un saltamontes que saltaba cerca del muro de piedra, y mientras olía el aroma de las orquídeas que habían florecido ya. Más que principios de primavera parecía pleno verano. Sin embargo toda esa tranquilidad desapareció cuando comenzó a oírse un extraño sonido que ninguno de los presentes había escuchado jamás. Doña Margarita dejó a sus hijas, su suegro y su invitado en la mesa y fue a buscar el origen del jaleo. Al llegar a la entrada de la finca vio un extraño y feo armatoste y a dos hombres. Uno era de mediana edad o edad media, de profundos ojos verdes y cabello cano y oscuro cubierto con un sombrero. Llevaba un traje negro del que resaltaba su chalina roja. El otro debía de ser un criado sin duda, estaba ocupado revisando algo a lo que llamó motor, agachado a los pies del extraño y grotesco objeto.
-Disculpen, ¿puedo ayudarles? –Preguntó la señora de la casa.
-Eh sí, mi nombre es Francisco Rivero Duarte, mi hijo y yo nos dirigíamos a nuestra casa cuando el automóvil se nos ha averiado.
-¿Automóvil?
-Sí, un invento muy moderno, los tiempos cambian señora mía. No sabe lo que nos ha costado.
-Ya.
-Bueno ¿y usted es?
-Margarita de Gormaz, viuda de Aldecoa.
-Vaya, un placer conocerla –la saludó cortésmente con un besamanos.
-¿Y su hijo?
-¿Perdone?
-Ha dicho usted que viajaba con su hijo.
-Sí.
Doña Margarita buscó con la mirada.
-Aquí solo estamos usted y yo.
-Y su doncella –dijo don Francisco señalando con el mentón a Benigna que contemplaba muda la escena tras su ama.
-¿Y bien? –Dijo la banquera.
-Hijo presenta tus respetos a esta amable señora, doña Margarita…
-De Aldecoa –completó la señora.
-De Aldecoa –repitió don Francisco.
La sorpresa de la redicha señora fue mayúscula al ver que su hijo era el que ella había tomado por lacayo. El joven, de bastante buen ver se levantó sonriendo, su estratagema para mostrar su perfecta dentadura puramente blanca, que contrastaba con el moreno de su piel, el marrón chocolate de sus ojos y el negro de sus cabellos. Bronceados y musculosos lucía los brazos, al descubierto porque tan solo llevaba una camiseta de tirantes.
Se acercó a doña Margarita.
-Un placer conocerla señora de Aldecoa, dispense que no la salude como merece, pero tengo las manos sucias –le dijo mostrándole unas negras manos- es el aceite y la grasa del motor.
Doña Margarita había quedado obnubilada por el atractivo del joven, así que tardó un poco en reaccionar.
-Si lo desean pueden pasar a mi casa, les invito a almorzar si lo desean. Así se asean y esperan a una calesa.
-Muy amable de su parte señora –respondió el zagal.
-Pues pasen, están en su casa.
Su madre, su hermana y su abuelo Javier estaban junto al fotógrafo y el extraño artilugio que captaba las imágenes. De pequeña a Teresa le daban miedo, y más desde que su abuelo le dijese que atrapaban el alma de las personas. Aunque ahora esos miedos no eran más que un entrañable, o ridículo según se mire, recuerdo de la infancia.
Obedeció al fotógrafo y a su madre en la sesión de fotos que se alargó más de lo esperado. Después almorzaron el mismo jardín donde convidaron al fotógrafo. Teresa se había quitado los guantes y el sombrero, estaba mucho más cómoda y fresca sentada a la mesa bajo la sombre del olmo, disfrutando de una macedonia y una buena naranjada. Se relajaba abanicándose mientras oía el tranquilizador canto de un saltamontes que saltaba cerca del muro de piedra, y mientras olía el aroma de las orquídeas que habían florecido ya. Más que principios de primavera parecía pleno verano. Sin embargo toda esa tranquilidad desapareció cuando comenzó a oírse un extraño sonido que ninguno de los presentes había escuchado jamás. Doña Margarita dejó a sus hijas, su suegro y su invitado en la mesa y fue a buscar el origen del jaleo. Al llegar a la entrada de la finca vio un extraño y feo armatoste y a dos hombres. Uno era de mediana edad o edad media, de profundos ojos verdes y cabello cano y oscuro cubierto con un sombrero. Llevaba un traje negro del que resaltaba su chalina roja. El otro debía de ser un criado sin duda, estaba ocupado revisando algo a lo que llamó motor, agachado a los pies del extraño y grotesco objeto.
-Disculpen, ¿puedo ayudarles? –Preguntó la señora de la casa.
-Eh sí, mi nombre es Francisco Rivero Duarte, mi hijo y yo nos dirigíamos a nuestra casa cuando el automóvil se nos ha averiado.
-¿Automóvil?
-Sí, un invento muy moderno, los tiempos cambian señora mía. No sabe lo que nos ha costado.
-Ya.
-Bueno ¿y usted es?
-Margarita de Gormaz, viuda de Aldecoa.
-Vaya, un placer conocerla –la saludó cortésmente con un besamanos.
-¿Y su hijo?
-¿Perdone?
-Ha dicho usted que viajaba con su hijo.
-Sí.
Doña Margarita buscó con la mirada.
-Aquí solo estamos usted y yo.
-Y su doncella –dijo don Francisco señalando con el mentón a Benigna que contemplaba muda la escena tras su ama.
-¿Y bien? –Dijo la banquera.
-Hijo presenta tus respetos a esta amable señora, doña Margarita…
-De Aldecoa –completó la señora.
-De Aldecoa –repitió don Francisco.
La sorpresa de la redicha señora fue mayúscula al ver que su hijo era el que ella había tomado por lacayo. El joven, de bastante buen ver se levantó sonriendo, su estratagema para mostrar su perfecta dentadura puramente blanca, que contrastaba con el moreno de su piel, el marrón chocolate de sus ojos y el negro de sus cabellos. Bronceados y musculosos lucía los brazos, al descubierto porque tan solo llevaba una camiseta de tirantes.
Se acercó a doña Margarita.
-Un placer conocerla señora de Aldecoa, dispense que no la salude como merece, pero tengo las manos sucias –le dijo mostrándole unas negras manos- es el aceite y la grasa del motor.
Doña Margarita había quedado obnubilada por el atractivo del joven, así que tardó un poco en reaccionar.
-Si lo desean pueden pasar a mi casa, les invito a almorzar si lo desean. Así se asean y esperan a una calesa.
-Muy amable de su parte señora –respondió el zagal.
-Pues pasen, están en su casa.
Capítulo 4
El reencuentro
Alcolea, ese mismo día
Doña Margarita llegó junto a don Francisco al encuentro con los comensales, aunque había una ausencia bastante notable. Teresa ya no estaba allí.
-Ha ido a dar un paseo, no te preocupes Margarita.
-Sí que me preocupo suegro, con lo atolondrada que es no la caso en la vida –dijo tomando asiento.
-Bueno bueno, no te sulfures y preséntanos al invitado, o mucho me equivoco o era usted el que ha provocado semejante escándalo afuera.
-Don Francisco Rivero –le tendió la mano.
-Javier Aldecoa –respondió el anciano estrechando ésta.
Don Francisco tomó asiento.
-Así es –le dijo don Francisco a don Javier en respuesta su pregunta anterior-, me dirigía a mi rancho cuando el automóvil se ha averiado, una verdadera contrariedad.
-¿Automóvil?
-Mejor que la calesa, más rápido, seguro y no necesita de caballos. Un invento de gran categoría, como todo lo inglés.
-Los tiempos cambian tan deprisa –añadió don Javier Aldecoa nostálgico, mirando con un extraño mohín su copa de vino.
-Y sin embargo en España estamos tan retrasados.
-Pues que quieren que les diga –intervino doña Margarita- echo de menos los tiempos en los que Isabel era joven y Prim desconocido.
-Me recuerda usted a mi buen amigo el embajador –le dijo el fotógrafo.
María se levantó aburrida y se puso a observar los insectos.
-¿Y a qué se dedica don Francisco? –Preguntó don Javier, que ahora daba cuenta de las uvas.
-Soy ingeniero, poseo varias minas y negocios de construcción de Ferrocarril con mi buen amigo Mr. Graham. Él fue el que me consiguió el automóvil. Sin embargo durante más de veinte años he estado viviendo en Ifni.
-Dios santo –exclamó don Javier.
-Por eso me ve tan moreno –bromeó don Francisco.
-¿Y a qué se debe esa particularidad? –Preguntó doña Margarita.
-Mi suegro, el coronel Bolaños ha estado destinado por todo el protectorado. Incluso fue mandado a Chafarinas. Su hija, mi difunta esposa que Dios la tenga en su gloria, siempre estaba a su lado. Por ello mi hijo y yo hemos viajado por todo Marruecos. Pero no en vano, que también tengo mis negocios por allí.
-¿Y su hijo se ha quedado allí? –Preguntó el fotógrafo.
-No, está aseándose. Es muy mañoso y se empeñó en echar un vistazo al automóvil, de hecho lo conducía él. Yo es apartarme de las carrozas y diligencias…
-¿Y cuáles son sus próximos negocios señor Rivero? –Preguntó doña Margarita.
-Estaré un tiempo aquí, reformando el viejo caserío de mis padres. Luego partiré al norte, ¿han oído hablar del Gran Hotel de Cantaloa?
-Oh por supuesto. Doña Elisa, la prometida del marqués de Vergara nos lo recomendó y los visitamos, es sencillamente delicioso.
-Pues, hace poco recibí una carta de Mr. Graham. Decía haberse reunido con Carlos Alarcón, el heredero del hotel, en París. –Apuró su copa-, y que éste estaba dispuesto a construir una línea de ferrocarril entre Cantaloa y Santander, que si Dios tiene a bien que se realice, se inaugurará el próximo año nuevo.
-No parece usted muy convencido –le dijo doña Margarita.
-Tengo mis reservas, hará unos diez años que estuve en aquel hotel, era la boda de Ludivina Baeza con Lord Wimsey, y en el banquete estalló una gran discusión entre Mr. Graham y Fernando Alarcón, el dueño del hotel. Por si fuera poco se les unieron las esposas y al final pagó la pequeña Lucía, la hermana menor de Carlos y Ricardo. Fue una gran grosería por parte de Mrs. Graham llamarla loca, pero no pude hacer nada por evitarlo, al igual que su esposo.
-Parece usted realmente abatido al hablar de esa pobre infeliz –le dijo don Javier.
-Esa pobre infeliz es la prometida de mi hijo, aparte de ir al Gran Hotel por el ferrocarril también voy con el propósito de unir mi apellido al de Alarcón.
Don Javier miró de reojo a su nuera. No hacía falta mucho para saber que esa nueva información valía un potosí para ella. Doña Margarita analizaba las nuevas sobre los Alarcón. Don Francisco parecía un hombre de rancio abolengo, si sumaba su patrimonio al de los Alarcón, sin duda Teresa tendría la vida resuelta al casarse con Ricardo. Estuvo a punto de contarle a su invitado sobre el compromiso de su hija pero prefirió callar y ver como se desarrollaban los acontecimientos.
-Si me disculpan –dijo la banquera levantándose, acto que hizo que todos los demás comensales hiciesen lo mismo por cortesía-. Voy a buscar a mi hija, enseguida vuelvo. Benigna que no les falte de nada.
Teresa paseaba por los límites de la finca, aburrida de su vida escrupulosamente burguesa.
-¡Oye! –Gritó alguien a sus espaldas-. ¡Oye tú!
Teresa se giró y no pudo creer lo que veían sus ojos. Era él, el chico misterioso, aquel llamado Hugo.
-¿Te parecen esas maneras de dirigirte a una dama? –Preguntó Teresa alzando la cabeza con orgullo, no sabía por qué pero él la ponía tan nerviosa que en su presencia estaba siempre a la defensiva.
-Disculpa, vengo de una tierra en la que las formas importan poco. Lo que preocupa en gordo es la vida.
Teresa lo miró. Se seguía como casi un año atrás, aunque su apariencia no era ya tanta la de un niño, aunque tampoco la de un hombre. Estaba mucho más guapo y además, se había dejado crecer un poco pelo, que llevaba despeinado.
-¿Y seguramente la tierra de la que vienes es un sitio incivilizado no? –Preguntó en tono burlesco-. Uno no se puede dirigir a una señorita sin que se la presenten antes.
-Una vez leí que un caballero llamaba a una dama para darle su pañuelo extraviado.
-Novelitas insustanciales –murmuró Teresa despectiva.
Ante la sonrisa de Hugo continuó.
-Además, tú no eres ningún caballero.
-¿Y eso como lo sabes?
-No hace falta ser diplomática.
-En todo caso te diré que tú no eres ninguna dama. Tan solo eres una burda imitación de tu madre.
-¿La conoces? –El hecho de que conociera a su progenitora le causaba una curiosidad mayor a las ganas de contestarle a tamaña grosería.
-Antes la he conocido, y al igual que tú me comía con los ojos.
-Descarado ¿cómo te atreves muchacho?
Hugo se echó a reír.
-¿Muchacho me llamas? ¿Quién te crees que eres? ¿Mi tutora?
-No tienes ninguna educación, eres un salvaje.
-Tú en cambio no eres una salvaje, pero tampoco tienes educación.
Teresa se quedó sin debatientes, con la boca abierta. Cosa que divirtió sobremanera a Hugo.
Entonces apareció doña Margarita.
-Querido –le dijo a Hugo- te esperamos en el cenador.
-Allí iba pero me perdí y esta encantadora señorita me estaba indicando. -¿Por dónde decía que era señorita…?
-Teresa, Teresa Aldecoa –dijo doña Margarita como si exhibiese a su hija cual trofeo.
Teresa puso los ojos en blanco y Hugo volvió a sonreír de forma arrebatadora.
-Pero yo te indico joven, coge todo recto hasta el muro de piedra y síguelo hasta los olmos, allí están mi suegro, el fotógrafo y tu padre.
-Agradecido –y dicho eso marchó a paso decidido sin volverse atrás.
-¿Te ocurre algo hija? –Preguntó la banquera al ver perderse de vista a Hugo.
-Que acabo de conocer al muchacho más zafio y descortés del mundo.
Me está encantando!! No dudes en seguir. Por cierto, sabes un montón sobre la época no? Y sin duda has leído el secreto de Ángela. Está genial, en serio. Estoy deseando leer que le pasa a Teresa para que cambie tantísimo. Ánimo.
Me alegra que te guste Libou y sí, leí El secreto de Ángela poco antes de empezar a escribirlo.
Y sí también Jolinar, todo tuyo. Es más gracias por publicarlo en tu blog.
Y sí también Jolinar, todo tuyo. Es más gracias por publicarlo en tu blog.
Capítulo 6
El aparente inglés
Alcolea, 4 de abril de 1869[/b]
El difunto don Felipe Aldecoa había sido un hombre muy culto e instruido. Amante de las artes, gustaba de la buena literatura y de las exposiciones de arte. Tal vez por eso le gustase tanto ir a París, cuna de artistas. Por ello no había ni rastro de las blancas paredes que se dejaban a la vista en el resto de la casa en la biblioteca. Todas estaban ocultas tras enormes estanterías repletas de libros, desde el más insulso folletín hasta el más pesado volumen de medicina.
Allí estaba Hugo Rivero, ojeando un ejemplar de Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne cuando llegó don Javier.
-No sé de dónde sacó mi hijo tanta pasión por la lectura.
Hugo cerró el libro asustado al ser descubierto en la biblioteca.
-A mi me aburre sobremanera –completó don Javier con una sonrisa divertida al ver el susto del mancebo.
-Discúlpeme don Javier. La puerta estaba abierta y no me resistí.
-¿Te gusta leer? –Preguntó el anciano abriendo la ventana y dejando entrar el sonido de los insectos que jugueteaban entre las flores del alféizar.
-No sabría decirle, nunca he leído un libro porque en mi casa no hay ninguno. Aunque se leer.
-Eso que dices es extraño. Todas las grandes casas que he visitado se han jactado de poseer una biblioteca más rica que los propios amos, aunque solo sean para adornar.
-Mi padre dice que los libros nos hacen perder el tiempo, que las fantasías no nos ayudan en nada.
-No le hagas caso a tu padre.
-Nunca lo hago.
Don Javier se echó a reír.
-Señor –comenzó titubeante el joven- ¿podría decirme dónde está Teresa?
-¿Te gusta más que Lucía Alarcón?
-¿Eh?
De nuevo el patriarca de los Aldecoa se echó a reír.
-Estará paseando por el bosque, ama la naturaleza.
-En ese caso iré a verla.
-Y en ese caso yo me serviré un brandy.
Hugo sonrió a don Javier en forma de despedida y lo dejó solo.
Pero no pudo avanzar mucho, en seguida se topó con lo que parecía un improvisado comité de recibimiento. Doña Margarita, la pequeña María y Amaltrudis saludaban a dos jóvenes.
-Oh pero si estás aquí Hugo –dijo la banquera cogiéndose de su brazo que hoy estaba cubierto con su levita color crema y no al descubierto por si acostumbrada falta de ropa.
-Vine a ver a Teresa.
-Esa hija mía, es una cabeza loca, pero mira quiero presentarte a mi hijo Víctor.
Era un joven idéntico a Teresa pero del sexo opuesto.
-Y a mi sobrino Henry.
-Henry, it’s a pleasure to meet you. –Lo saludó Hugo con su impecable inglés.
-¿You speak English? -Preguntó el otro asombrado.
-Yeah, mi mother was very picky about my education.
-Would you have any problem if I speak in Spanish?
-No me digas que hablas español. -Ahora era él el asombrado.
-Sí, estuve viviendo mucho tiempo en Madrid, algo se me quedó.
Doña Margarita rió.
Hugo se fijó en el tal Henry, alto, profundos ojos grises, fríos. Piel pálida por el clima londinense y un pelo rubio impecablemente peinado que brillaba a los rayos del sol. Sus labios eran rojos como la sangre, y carnosos.
-Entonces dice usted tía que mi prima Teresa no se encuentra ¿no?
-Me figuro que estará en el bosque como siempre que me despisto.
-Eh sí –intervino Hugo- de hecho yo iba a buscarla.
-Te acompaño –se apresuró a decir Henry.
Hugo lo miró, quería estar a solas con ella y no con un primo petulante, pero no tenía alternativa.
-Pues id a buscarla, mientras yo me pongo al día con Víctor.
Por mucho parecido físico que tuvieran, Víctor Aldecoa no tenía la misma mirada que su hermana ni tampoco su ímpetu. Parecía un niño débil, enfermo y cansado. Hugo se volvió a fijar en él y le pareció exageradamente delgado, tenía ojeras y pudo atisbar en su brazo derecho, al descubierto porque llevaba la camisa remangada, un gran moratón. Parecía que se iba a desmayar de un momento a otro. Por no hablar de su extrema palidez y de sus pronunciadas ojeras. Pero a diferencia de la de Henry que era genética, la suya parecía la propia de una persona que nunca ha salido de casa.
-Shall we go yet? –Le dijo Henry.
-Claro.
Al principio se mantuvieron en silencio, pero pronto Henry comenzó a hablar.
-¿Y dijiste que tu madre era muy exigente con tu educación?
-Sí –respondió Hugo temiendo la pregunta que iban a formularle.
-¿Ella…?
-Murió.
-¿Cómo?
-La mataron.
-¿Quién?
Hugo respiró hondo.
-Los bereberes.
-¿Y tú la viste?
Esa pregunta Hugo no se la esperaba.
-¿Perdona?
-Si la viste, muerta quiero decir.
-Sí pero, ¿a qué viene eso?
-¿Cómo estaba?
-¿Pero qué preguntas son esas? –Preguntó Hugo molesto.
-¿Te molestan?
-¿Qué crees?
-Lo siento, no quería importunarte.
Estuvieron de nuevo en silencio, y de nuevo fue Henry quien lo rompió.
-A la gente no le gusta hablar de la muerte. De hecho mi madre no quiso dejarme ver a mi hermano cuando murió.
Hugo abrió los ojos con asombro.
-¿Tenías un hermano?
-Sí, Alexander. Murió en su cuna.
El silencio de Hugo animó a Henry a seguir.
-Me colé en la habitación y lo vi, estaba morado, y sus ojos, nunca los olvidaré. Así como el tacto de su piel, fría como el hielo.
-¡Basta! –Clamó Hugo -. No sé a qué vienen esas confesiones si nos acabamos de conocer.
-Soy muy carismático, y tu también, lo intuyo.
Henry se fijó en que Hugo parecía verdaderamente molesto.
-I’m sorry. Debe ser muy duro hablar de la muerte cuando se ha perdido a una madre.
Hugo siguió en silencio.
-Friends? –Le preguntó en aparente inocencia el inglés tendiéndole la mano.
-Vale –respondió el otro estrechándosela.
Al momento se encontraron a Teresa que venía de regreso a casa.
-¿Henry? –Preguntó sin alegría y sin pena, con total indiferencia.
-Prima Teresa –dijo él acercándose a ella- veo que has dejado de ser aquella mocosa que lloraba todo el tiempo.
-Y yo veo que sigues haciendo los comentarios más inoportunos –respondió la joven mirando avergonzada a Hugo, quien se aprovechó de la situación.
-¿Siempre ha tenido ese carácter?
-Siempre –respondió el inglés.
-Vamos a casa, supongo que Víctor habrá venido contigo.
-Está con tu madre.
-Pues andando.
Henry se acercó a Hugo y le susurró:
-Como en un cuerpo de mujer pueden caber tantos cojones.
-¿Y dijiste que tu madre era muy exigente con tu educación?
-Sí –respondió Hugo temiendo la pregunta que iban a formularle.
-¿Ella…?
-Murió.
-¿Cómo?
-La mataron.
-¿Quién?
Hugo respiró hondo.
-Los bereberes.
-¿Y tú la viste?
Esa pregunta Hugo no se la esperaba.
-¿Perdona?
-Si la viste, muerta quiero decir.
-Sí pero, ¿a qué viene eso?
-¿Cómo estaba?
-¿Pero qué preguntas son esas? –Preguntó Hugo molesto.
-¿Te molestan?
-¿Qué crees?
-Lo siento, no quería importunarte.
Estuvieron de nuevo en silencio, y de nuevo fue Henry quien lo rompió.
-A la gente no le gusta hablar de la muerte. De hecho mi madre no quiso dejarme ver a mi hermano cuando murió.
Hugo abrió los ojos con asombro.
-¿Tenías un hermano?
-Sí, Alexander. Murió en su cuna.
El silencio de Hugo animó a Henry a seguir.
-Me colé en la habitación y lo vi, estaba morado, y sus ojos, nunca los olvidaré. Así como el tacto de su piel, fría como el hielo.
-¡Basta! –Clamó Hugo -. No sé a qué vienen esas confesiones si nos acabamos de conocer.
-Soy muy carismático, y tu también, lo intuyo.
Henry se fijó en que Hugo parecía verdaderamente molesto.
-I’m sorry. Debe ser muy duro hablar de la muerte cuando se ha perdido a una madre.
Hugo siguió en silencio.
-Friends? –Le preguntó en aparente inocencia el inglés tendiéndole la mano.
-Vale –respondió el otro estrechándosela.
Al momento se encontraron a Teresa que venía de regreso a casa.
-¿Henry? –Preguntó sin alegría y sin pena, con total indiferencia.
-Prima Teresa –dijo él acercándose a ella- veo que has dejado de ser aquella mocosa que lloraba todo el tiempo.
-Y yo veo que sigues haciendo los comentarios más inoportunos –respondió la joven mirando avergonzada a Hugo, quien se aprovechó de la situación.
-¿Siempre ha tenido ese carácter?
-Siempre –respondió el inglés.
-Vamos a casa, supongo que Víctor habrá venido contigo.
-Está con tu madre.
-Pues andando.
Henry se acercó a Hugo y le susurró:
-Como en un cuerpo de mujer pueden caber tantos cojones.
Capítulo 7
Irrefrenable deseo
Alcolea, 10 de abril de 1869
Como siempre, Teresa se movía con clase y distinción, aunque fuese en su propia casa. Entró en la biblioteca donde la esperaba su madre, con cara de preocupación y una copa de vino en la mano, sentada en el sillón y viendo el atardecer.
-¿Cómo has encontrado a tu hermano?
-Como siempre madre, por desgracia.
Aunque era la respuesta esperada, igualmente le hizo daño a doña Margarita. Que siempre tan entera, ahora estaba destrozada.
-Pensé que, allí en Inglaterra estarían más avanzados con eso de la hemofilia. Por el hijo de la reina Victoria. Pero ese clima frío lo único que ha hecho es acelerar su malestar.
-¿Qué va a pasar ahora madre?
-Tu hermano no podrá vivir, será un inválido toda su vida. El más mínimo golpe puede matarlo. Por ello…
-¿Por ello qué?
La banquera dejó la copa en la mesilla y se acercó a su hija, puso sus manos en los hombros de ésta y la miró a los ojos.
-Teresa, eres mi única esperanza, debes casarte con Ricardo Alarcón por el bien de todos. Víctor jamás podrá heredar nada porque no nos sobrevivirá, deberás ser tú la que se haga cargo de todo.
Teresa se separó de su madre.
-¿Y no podría heredarlo igual sin tener que casarme con él?
-Hija, ¿crees que podrás vivir sin un marido?
-Usted vive sin uno.
-¡Vivo porque me aferro a su nombre! No seas estúpida, la mujer no es nada en este mundo. Tu lugar está y estará junto a tu esposo, que no será otro que Ricardo.
Las duras palabras de su madre estaban a punto de hacerla llorar, pero se mantuvo entera y salió de allí. Que estuviera destrozada por el diagnóstico de Víctor no le daba derecho a tratarla así.
Salió al jardín, anochecía y el calor había aflojado.
Fue entonces cuando dejó salir unas lágrimas, pero pocas porque oyó un carraspeo a sus espaldas.
Hugo, que se había dejado la arrogancia olvidada y sostenía una rosa blanca en su mano. Rosa que ofrecía a Teresa.
-Lo ideal para ti son rosas azules, pero no existen.
Teresa sonrió tomando la flor y oliéndola.
-¿Por qué azules?
-Porque el azul simboliza la libertad. Y tú eres un alma libre.
-Ojalá –contestó ella mirando la rosa amohinada.
-Teresa yo…
Ella sabía lo que venía a continuación.
-Yo no puedo dejar de pensar en ti, me tienes obnubilado por completo. A cada momento tu imagen me asalta y sé que te pasa lo mismo.
Teresa lo miró, de veras parecía sincero, pero como ocurría siempre que estaba cerca de él, una extraña altanería se apoderaba de ella.
-Teresa yo te quiero.
-¿Quererme? Pero si solo me has hecho dos numeritos de protagonista de folletín, de esos que sin el más mínimo sentido del ridículo se declaran a su amada.
-¿Crees entonces que estoy siendo ridículo?
-Yo…
-Se que no eres tú la que hablas, sino la Teresa artificial que tu madre ha creado. Pero no la dejes, no la dejes convertirte en una mala copia suya.
Teresa bajó la mirada.
-Yo te quiero y sé que tú me quieres.
-Pero no podemos estar juntos Hugo, estoy prometida.
-Y yo pero no importa. Podemos huir.
-No puedo dejar a mi hermano, está enfermo.
Hugo cogió su mano.
-No me hagas renunciar a ti.
Teresa lo miró a los ojos, estaban muy cerca el uno del otro. Podía sentir su aliento, su olor que tanto atraía y se rindió a él, que la besó con una pasión desmedida, que le dio su primer beso. Un beso que pareció durar horas pero que cuando separaron a sus labios les pareció tan poca cosa.
-Te quiero.
Teresa cayó.
-Necesito que me digas que me quieres.
De nuevo silencio.
-Teresa por favor.
Luchaba ella contra sus sentimientos.
-Recuerda lo que te dije, no debes encerrar tus sentimientos, muéstralos.
No podía más.
-Teresa…
-Yo…
-Dime mi amor.
-Yo te quiero –dijo por fin la joven-. Te quiero pero sé que lo que siento me terminará haciendo la mujer más infeliz del mundo.
-No.
-Sí. Me abandonarás.
-Jamás te dejaré.
-Dame una prueba.
Ahora Hugo fue el que cayó.
-Lo ves, no tienes forma de probarme que tienes intención de cumplir tus promesas.
-Si tengo.
Teresa lo miró.
-Si te hago mía –se acercó a ella de nuevo y la tomó por la cintura- si te hago mía –repitió- ya no podré dejarte y tendré que casarme contigo.
Finalmente Teresa se había rendido a sus sentimientos y estaba a su merced.
-¿Dónde vamos? –Le susurró él al oído.
Ella lo tomó de la mano y lo condujo a los establos.
Allí comenzaron a besarse como si fuese la última vez.
-No quiero hacer esto –dijo Teresa separándose al poco tiempo.
-Mientes –dijo él acercándose a ella por la espalda y poniendo sus manos en las posaderas de ésta, sintiendo así Teresa su excitación.
-No.
-Sí, tu lengua te ha delatado hace un momento.
Antes lo habría abofeteado por eso, pero ahora no era ella. Un ardor se había apoderado de su voluntad, volvió a besarlo y él comenzó a desabrocharse la camisa, dejando al descubierto su musculoso pecho que ella besó, sus brazos a los que Teresa se agarró mientras él le quitaba la blusa y le desabrochaba el corsé mientras le acariciaba los pechos.
Teresa conocía por primera vez el deseo cuando él le quitó la falda y le levantó las enaguas, él la besaba, ella también. Acariciaba su rostro mientras él le susurraba dulzuras. El vaivén de sus cuerpos se unía al agitado compás de sus respiraciones, que se aceleraban a cada momento hasta que llegaron al clímax haciendo que éstas disminuyeran ahora.
Teresa se quedó dormida en sus brazos y él veló su sueño. Allí, ambos, tumbados desnudos sobre la paja. Sin saber que oculto, un chico rubio los observaba. Henry lo había visto todo.
Capítulo 8
El crimen de san Abel
Alcolea, 11 de abril de 1869[/b]
Corrían como si no hubiese mañana por el bosque, sorteando los árboles y las piedras, huyendo como si les persiguiera el mismísimo Lucifer, aunque después de lo que acababan de hacer ese sería el último que les quisiese hacer daño.
Oyeron acercarse una calesa y decidieron esconderse tras unas rocas, donde se sentaron a descansar, a secarse el sudor y a tomar aire.
Unas horas antes…[/i]
Hugo invitaba a entrar al recién llegado a su tétrica casa. En penumbra y bastante oscura y lúgubre. Las largas paredes que se extendían hasta los altos techos estaban cubiertas con varios cuadros, todos con temática religiosa. Se decía en Alcolea, que el tío de don Francisco era en realidad hijo del cura del pueblo, y que tenía también una extraña obsesión por todo lo religioso. La finca del Lago que era como se llamaba el caserío tenía otra extraña relación con la iglesia. Se edificó a finales del siglo XVII y funcionó como monasterio, hasta que fue destruido en la Guerra de Independencia. En 1816 ya con España libre de franceses, un no privilegiado, familia de privilegiados compró el caserío y lo hizo su residencia particular.
En toda la casa se respiraba un aire a ruina, a oscuridad, a tinieblas. Ya que se decía que los fantasmas de los monjes se dejaban ver por los alrededores, no siendo más que esqueletos cubiertos con hábitos y bajo un aspecto fantasmal, emitiendo terroríficos cánticos alabando al anticristo. Historias de viejas de pueblo que era lo que pensaba don Francisco al fin y al cabo. A su hijo por el contrario le interesaban mucho las leyendas sobre sus antepasados y sus posesiones, y le encantaba descubrir el origen de tan extrañas historias que ocurren por casualidad, pero que están tan bien hiladas que parece que el destino lo tenía todo preparado.
Henry observa la casa con curiosidad y rechaza la invitación a sentarse en el sofá.
-Qué extraño –dice el inglés- no tienes criadas en casa ¿quién se ocupa de las tareas?
-Yo, pero que quieres –Hugo aún estaba algo molesto con Henry, habían salido al bosque un par de días atrás, y el enigmático extranjero había herido a un perro con una pistola, después lo tiró al lago para que supuestamente dejase de sufrir. Y más tarde y debido a los reproches de Hugo le recriminó el no tener sentido del humor.
-Necesito que me acompañes.
Durante una fracción de segundo Henry vio un ápice de miedo en el rostro de su “amigo”. Pero pese a todo salieron de la casa y comenzaron a caminar rumbo al pueblo.
-Siento lo del perro, fue un accidente.
Hugo seguía en silencio.
-¿No creerás que hice algo así a propósito?
-¿A dónde vamos? –Preguntó Hugo que quería olvidar el tema del perro.
-Necesito tu ayuda.
-¿Mi ayuda?
Entraron en el pueblo, uno de esos viejos pueblos de Castilla la Vieja, perdidos de la mano de Dios, con viejas casas cuyos propietarios pintaban de blanco en verano. Con su plaza en la que estaban la taberna, el ayuntamiento y la Banca Santillana, con braceros que esperaban a que alguien los contratase. Pero no se detuvieron allí, continuaron hacia la iglesia.
-Sí, te aseguro que será algo increíble, algo que no olvidarás nunca.
Aun con dudas decidió el otro aceptar. Se agarraba a la amistad de Henry como un clavo ardiendo por una sencilla razón, nunca había tenido amigos.
Llegaron a la iglesia de san Abel, la próxima misa era la de las doce, pero los jóvenes no ocuparon un asiento, sino que se colaron en la sacristía. Entonces Henry sacó un frasquito.
-¿Qué es? –Preguntó Hugo.
-Sal, ya verás que risa cuando los feligreses vayan a comulgar.
-Pero…
-Anda, me dijiste que me ibas a ayudar.
Hugo puso los ojos en blanco y tomó el frasquito, lo sostuvo un momento, dudando. Pero sentir la mirada de Henry a su derecha lo hizo decidirse y verter el contenido en el vino.
-Corre vámonos –le dijo el otro una vez el frasco estuvo vacío.
Se ocultaron en la iglesia donde vieron comenzar la misa de doce, ansiosos, esperando el momento de la comunión. Entonces se formó una cola hasta el cura, que comenzó dar el vino y las ostias. Pero cuando ya varias personas habían bebido Hugo se dio cuenta de que algo ocurría, comenzaban a tambalearse, abrían mucho la boca y algunos hasta vomitaron sangre para luego caer desplomados. Atónito y aterrado, al contrario que el inglés que sonreía con satisfacción, vio como hasta una docena de feligreses sucumbía al poco de comulgar. Pero antes de poder hacer nada Henry tiró de él y lo sacó de allí.
Corrían como si no hubiese mañana por el bosque, sorteando los árboles y las piedras, huyendo como si les persiguiera el mismísimo Lucifer, aunque después de lo que acababan de hacer ese sería el último que les quisiese hacer daño.
Oyeron acercarse una calesa y decidieron esconderse tras unas rocas, donde se sentaron a descansar, a secarse el sudor y a tomar aire.
Hugo no se podía quitar de encima la imagen de los muertos en la iglesia.
-¡No me dijiste nada! ¿Cómo has podido?
-Cállate.
-¡¿Pero sabes lo qué has hecho Henry?!
-Perdona pero lo hicimos los dos.
-Mentira.
-Tú me ayudaste.
-Pero yo no sabía que ibas a hacer eso.
-Eres un amargado Hugo, no sabes divertirte. Me das pena –añadió el inglés con asco.
Hugo lo miró con una mezcla de extrañeza y temor.
-Es porque tienes miedo.
-¿Cómo?
-Sí, yo antes al igual que tú también tenía miedo. Hasta que descubrí que era libre para hacer cualquier cosa. Así que no tengas miedo Hugo.
-Estás enfermo… ¡ESTÁS LOCO!
-Te dije que nunca lo olvidarías.
-Ahora mismo iré a hablar con tu tía y…
-¿Y qué? ¿Se lo vas a contar? Pues vayamos juntos, sí ¿por qué no? Y entonces yo le diré: Fue Hugo tía, el me obligó, no tenía idea de que fuese a hacer una cosa tan terrible. Perdónalo, está mal porque echa de menos a su madre.
-Hijo de puta.
Henry sonrió con suficiencia. –Me hace gracia que menciones esa palabra.
-¿De qué hablas?
-De que anoche os vi. Sí, vi como mi prima se comportaba como la más ardiente de las fulanas. ¿No querrás que le pase nada malo no?
Hugo se abalanzó sobre Henry y lo agarró de la levita.
-¿No querrás que la pobre tenga un accidente no? Seguro que te entristecería… Pero los accidentes suceden y no se pueden evitar, y si no mira la tragedia que ha ocurrido en la iglesia mientras estábamos en lago. O pregúntale a mi tía y que te relate la tragedia que ocurrió con mi hermano…
Hugo lo soltó, pero lo siguió mirando con furia.
-Así me gusta, manso como un corderito.
Capítulo 9
Rendición
Alcolea, 15 de abril de 1869
La tragedia ocurrida en la iglesia el domingo anterior había conmocionado a toda la provincia. La guardia civil atribuyó el atentado a grupos revolucionarios, tal vez republicanos exaltados y el gobernador civil de Valladolid estimó dos semanas de luto oficial por las víctimas, trece en total.
Pero a pesar de que era una gran tragedia los Aldecoa tenían otra preocupación. Víctor había ido empeorando desde su vuelta de Londres, y apenas salía de la cama. Doña Margarita y Teresa se temían lo peor y no se separaban un segundo de él.
Toda su vida el joven había tenido que vivir atado a una cama y con un médico tras él, y cuando doña Margarita descubrió que los descendientes de la reina Victoria padecían de hemofilia decidió mandarlo a Londres con su cuñada. Pero el clima frío de las islas lo había debilitado aún más.
Hugo no había hablado con Teresa desde su encuentro en el establo, el joven estaba demasiado intimidado por Henry y buscaba la forma de acercarse a ella y de alertarla del peligro que corría. Claro que lo único que importaba ahora a la muchacha era la vida de su hermano. Todas las noches Teresa velaba el sueño de Víctor, cuidaba que nada le pasase, que no sufriera hemorragias,… Pero aquella noche iba a ser distinta…
Con un simple vestido negro, la joven Teresa observa desde una mecedora a su hermano mellizo, recuerda momentos felices de la niñez, y por desgracia en todos está sola. Afuera es noche cerrada, sin estrellas y con tan solo una débil luna creciente escondida entre las nubes.
Teresa no ve venir a su primo que, sigiloso como un gato, se acerca por la espalda y le pone una mano en el hombro, asustando a su prima.
-Lo siento, no quería molestarte.
-No te preocupes.
-Te he traído una tisana –le dijo ofreciéndole la humeante taza.
-Gracias –respondió Teresa cogiéndola.
Se quedaron en silencio viendo al enfermo dormir.
-¿Crees que Víctor se recuperará Teresa?
Ella bajó los ojos con tristeza.
-No lo sé, pero espero que sí.
-Y yo, le he cogido mucho cariño el tiempo que hemos estado juntos, y también a ti. Víctor y tú sois como mis hermanos.
Teresa sonrió con lágrimas en los ojos, emocionada por el afecto de su primo que le dio un beso en la mejilla y se levantó.
-Buenas noches –dijo él yendo hacia la puerta.
Teresa se acabó la infusión y poco a poco fue cerrando los ojos, hasta dormirse…
Poco a poco fue abriendo los ojos. Se encontraba confusa y desorientada, y tardó un rato en darse cuenta de que estaba en la habitación de Víctor, solo que algo había cambiado ligeramente, su hermano ya no estaba allí.
-¿Víctor?
No obtuvo respuesta.
Miró el reloj que había en la mesilla, una vieja reliquia de su difunto padre. Las cuatro y media de la mañana.
-¿Víctor? –Preguntó de nuevo.
Sentía la boca pastosa y lagañas en los ojos. Se desperezó y reparó en un detalle, una carta sobre la cama.
Miró temerosa alrededor, todo oscuridad salvo la luz que emanaba del quinqué. Cogió la carta y la leyó:
Querida familia
Lo siento mucho por lo que vais a sufrir, sé que no os merecéis esto, pero tan solo voy a adelantar lo que era inevitable. Toda mi vida ha sido una tortura, sin poder moverme, jugar, sin ser niño. Por eso pongo fin a mi vida, no encuentro sentido el seguir con esta agonía. Perdonadme por favor.
Víctor Aldecoa de Gormaz
Acongojada, Teresa salió al pasillo entre gritos de ayuda y llamadas a su hermano. No tardaron en acudir su madre, su primo y Benigna.
-Tenemos que encontrarlo antes de que haga una tontería –dijo Henry tras leer la carta.
Doña Margarita era un mar de lágrimas.
-Yo reuniré a los braceros para que nos ayuden –dijo Teresa.
-Te acompaño, tenemos que dar con él.
No tardaron nada, en apenas media hora estaban todos reunidos en la plaza, rodeando a Teresa y Henry.
-… ¡Por ello os ruego que me ayudéis a encontrarlo. Por favor estad atentos y poned atención a cualquier detalle por pequeño que sea! –Decía Teresa a los braceros.
-¡No perdáis ripio, una valla forzada; un trozo de tela enganchado; cualquier cosa que pudiera perder un niño! –Gritó Henry.
-Nos dividiremos para encontrarlo. Cipriano, tú y tus hombres rastrearéis el nacimiento del río. Bonifacio, vosotros id a la linde de los viñedos. ¡Si alguno encuentra pista alguna que lo haga saber al resto!
-Teresa –dijo Henry a baja voz- yo estoy seguro de que Víctor aun no se ha marchado.
-Yo también lo creo, pero debemos encontrarlo.
Se dispersaron rápidamente y pronto llegaron a la Finca del Río, donde don Francisco y Hugo se unieron a la búsqueda.
Teresa era la que con más fuerza luchaba por encontrar a su hermano, con un viejo traje de montar de Henry corría por el bosque gritando el nombre de su hermano desesperada. Ya amanecía, despuntaba el alba tras las montañas. Y ella lloraba impotente, no quería que su hermano se suicidara. Hipaba, su respiración entrecortada la ahogaba, se sentía débil, cansada, pero debía seguir, por Víctor.
Vio un viejo pozo y fue a coger agua para enjuagarse la cara y beber un poco. Apenas le quedaban fuerzas y le costó la misma vida subir el cubo. Pero algo extraño ocurría, no fue agua lo que encontró en el cubo cuando lo tuvo en sus manos, sino sangre.